El 7 de julio de cada año se celebra el Día de la Conservación del Suelo, en memoria del científico Hugh Hammond Bennett un pionero en conservación del suelo en Estados Unidos y que falleciera el 7 de julio de 1960.
El suelo puede considerarse un sistema vivo, cuya existencia y conservación se debe a la dinámica y equilibrios ecológicos de la gran cantidad de seres vivos que lo habitan tales como: pequeños animales, insectos, microorganismos (hongos y bacterias), que influyen en el crecimiento y desarrollo de las plantas. Esto, porque ocurren innumerables procesos de transferencia de energía alimenticia a través del conjunto de organismos que existen en el suelo, en el que cada uno se alimenta del precedente y es alimento del siguiente (cadenas alimentarias).
Este proceso vital y dinámico del suelo destinado al cultivo agrícola, forestal y a la producción de pastos y forrajes para el ganado, es el que mediante la descomposición de los desechos y residuos orgánicos existentes, asegura y mantiene la fertilidad natural de los suelos; su textura y estructura, la circulación del agua y del aire; el buen crecimiento de las raíces y al final, mayores y mejores rendimientos productivos.
El suelo se encuentra en un proceso continuo de formación pero que es muy lento. Se estima que para contar con un (1) centímetro de suelo, se necesitan entre 100 y 400 años. Esto lleva a muchos investigadores y especialistas a afirmar que el suelo es un recurso natural no renovable en la escala de tiempo humana; cuando otros lo califican como un recurso natural renovable siempre y cuando se lo maneje y conserve en forma racional y sostenible.
Desde el punto de vista ambiental, en el suelo se fija el nitrógeno atmosférico utilizado por las plantas y también el anhídrido carbónico, el principal gas de efecto invernadero (GEI); por lo que el suelo se constituye en uno de los principales reservorios de este gas, con lo cual se minimiza su liberación a la atmósfera.
Hoy día, los suelos están expuestos a una serie de presiones y procesos de degradación que afectan sus propiedades físicas, químicas y biológicas; algunas son naturales y otras que resultan de la actividad del hombre (antropogénicas). Esto último es comprensible: la mayor población humana obliga a habilitar nuevas tierras para cultivo y producción agropecuaria con miras a cubrir la seguridad alimentaria humana; a la vez que a elevar los índices de productividad agrícola de los suelos actualmente explotados. Pero lo correcto y ambientalmente recomendable es explotar o utilizar los recursos naturales, haciendo un empleo racional y sostenible del suelo, del agua; aplicando tecnologías conservacionistas de producción como los sistemas agroforestales; el análisis de suelos, fertilización orgánica, riego; planificación de la producción; rotación de cultivos; el rozado sin quema (cuidando el suelo, la cobertura vegetal o mantillo; y el bosque nativo con las plantas más jóvenes y las bien formadas); y en síntesis, cumpliendo con las normativas de las Buenas Prácticas Agrícolas.
El suelo es uno de los recursos naturales más valiosos con que cuenta cualquier ecosistema y que influyen en la seguridad alimentaria y en la calidad de vida de las personas y demás seres vivos sean tanto animales como vegetales. De la calidad de los suelos; de su capacidad ecológica y productiva; y de su conservación y manejo racional, entre otros, dependen el equilibrio de los ecosistemas; la minimización de la actual crisis o deterioro ambiental y en definitiva el bienestar de los seres humanos.
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